Vivimos en una era caótica. Somos la segunda o como mucho la tercera generación que busca el cambio. Buscamos cambiar, mejorar nuestros modelos de relación, intentar escapar de lo que no nos gustó de niños. Pero el cambio es jodido, tanta libertad de elección nos genera ansiedad. Si hubiésemos nacido en la Europa medieval en una familia de alfareros, habríamos nacido alfareros y moriríamos siéndolo. Habríamos invertido todo nuestro esfuerzo y dedicación para pasar, con suerte, de aprendiz a maestro. Mucho, pero que mucho esfuerzo, pero poquita libertad de elección. De pequeño ni se te pasaría por la cabeza salirte del guion establecido, y tus padres impondrían la obediencia debida con mano férrea. Generaciones y generaciones de alfareros siendo crujidos por sus padres y futuros crujidores de sus hijos.
De repente, hace unas pocas generaciones, la rueda se rompió. Jóvenes rebeldes deciden que no quieren ser como sus padres e intentan elegir un nuevo formato de relación familiar, con mayor o menor acierto. Cada nueva generación, influenciada por una sociedad globalizada con constante acceso a la información, intenta hacerlo mejor, educar mejor, ser menos agresivos con sus vástagos y que lleguen a la edad adulta vivos, con trabajo estable y sin tontear con la droga y la política.
Soy de la generación que tuvo al Tío Phil y a Carl Winslow como referentes paternos y al reproducirme pude comprobar la locura de los de mi quinta al intentar profesionalizar la educación de sus ‘miniprimates’. Cada vez más formados, con cada vez más acceso a la información y más estresados con tanta libertad de elección. Estanterías llenas de libros sobre métodos ‘txulis’ para que coma bien, duerma del tirón y sea emocionalmente sano; blogs, foros y revistas con distintos enfoques de nombre molón y reuniones de padres cansinos mareando a los profesores sobre la metodología que van a emplear con sus hijos. Tanta información nos está volviendo locos. No sabemos qué hacer: ¿Le ayudamos a levantarse o será malo? ¿Qué duerma con nosotros hasta que fume o le traumatizaremos si duerme solo? Somos de las primeras generaciones que se puede permitir elegir, las anteriores no pudieron, por desgracia, pero la libertad de elección y el apabullante acceso a la información nos está haciendo perder el norte.
En mi profesión de educador canino cada vez estoy más convencido de que nos está pasando lo mismo. Lo apasionante de los perros es que al acompañarnos como miembros de la familia van pasando por los mismos caminos que acabamos de pasar, en un maravilloso proceso de evolución convergente en el que un cánido y un primate comparten un nicho ecológico realmente complejo.
Tengo en mi biblioteca un tesorito titulado «Enciclopedia del Perro» de 1934 en el que explica el método del palo, el del látigo y el mixto. Hoy en día nos parece salvaje, pero recordemos que, en esa misma quinta, mi bisabuelo panadero despertaba a puñetazos en la oreja a sus vástagos ayudantes cuando se quedaban dormidos en el laburo. La generación de nuestros padres y abuelos fue la pionera en el mundo perruno, asistió a la llegada de las razas de Hollywood, perros policías como Rin Tin Tin, fieles Lassies y acojonantes Dóbermans a los que les crecía más el cerebro que el cráneo. Había que hablarles en alemán, pasar antes que ellos por las puertas y pegarles con un periódico enrollado.
Unos años después, ya en plena explosión del perro de raza, las revistas de perros, libros divulgativos con muchas fotos y webs que tardaban mucho en cargar empezaron a culturizar a la gente sobre los cuidados de nuestro viejo amigo el perro, ahora convertido en compañero de piso.
Los primeros adiestradores de nuestra zona eran machotones que crujían perros fumando ducados. Les dejabas al perrete interno dos meses y te lo devolvían hablando alemán. Todo el mundo pensaba que adiestrar al perro era el ‘sitz’, el ‘plaz’ y el ‘fuss’.
Poco a poco en las librerías empiezan a aparecer tímidamente libros de I+D perruno, angloparlantes traducidos que empiezan a hablar de algo más que ‘apports’ forzados y juntos.
La popularización de la educación canina llegó sin embargo de la mano de un popular mejicano, aclamado por muchos y odiado por otros tantos, que empezó a hablar en la caja tonta de las necesidades de los perros y de su convivencia con nosotros, con sus derechos y obligaciones.
Justo por esa época llegó la explosión de los métodos, las escuelas y las ‘masterclasses’. El mundo del perro se empezó a diversificar: los del ‘clicker’, los protocolos, los masajes en puntos mágicos, los telépatas, los machotones de la dominancia, los de «déjale que te gruña que se está comunicando», … Intentar aprender, estudiar o educar al perro empezó a ser una verdadera locura. Tantos métodos, tan distintos entre ellos y a veces tan opuestos que desorientaron a todo el mundo.
Hoy en día la gente ya no sabe si hacerle un ‘dominance down’ al perro para enseñarle quién es el alfa, darle una salchichilla cuando deje de gruñir o darle un chorretón de Fluoxetina.
Por mi parte tengo claro cuál es mi trabajo. Soy educador canino, mi trabajo no es enseñar habilidades perrunas, es intentar hacerle más fácil a mis clientes y alumnos algo que realmente no lo es: entender mejor a nuestros perros y que estos nos entiendan mejor.
Tengo compañeros adiestradores que hacen trabajos increíbles y que tienen toda mi admiración, preparando perros que encuentran gente perdida en el monte, avisan de las hipoglucémias de los niños o asisten a personas que lo necesitan.
Pero ese no es mi curro, mi curro es hacer entender que comunicarse con otra especie requiere de esfuerzo bilateral. Los perros son, con diferencia, la especie que mejor lee las emociones e intenciones del ser humano, pero… ¿leemos los humanos correctamente las emociones e intenciones de nuestros perros? Hemos interiorizado tanto que el perro es el mejor amigo del hombre, que damos por supuesto que nos entiende aunque no nos esforcemos y, por desgracia, muchas veces, aunque nos quieran un montón, no entienden ni Cascorro.
Los perros de mis clientes no son tontos, no tienen problemas cognitivos, tienen problemas de adaptación. Tienen problemas derivados de sus necesidades instintivas no satisfechas, de socializaciones incorrectas y, sobre todo, de malentendidos interespecie.
Para mí, adiestrar es enseñarle al perro una habilidad que no tenía y por lo tanto, el adiestrador es el equivalente de ser el profe o monitor de judo, inglés, o solfeo de mis miniprimates. Indudablemente el ‘sensei’ tiene que trabajar emoción y cognición para que adquieran una competencia que anteriormente no tenían, pero fuera del tatami lo que ocurra ya no es cosa suya, es responsabilidad de los padres.
En el caso de nuestros perros nosotros ocupamos ese rol, después de sus padres somos su mayor referencia, y su futura adaptación social depende de que nos hagamos entender, de que el proceso de traducción sea lo más fluido posible.
Padres, dueños, amos, tutores, compitruenos… No importa cómo se autodefinan los humanos que adquieren la responsabilidad de cuidar de un perro, lo que realmente importa es que su obligación es educarlos para que se integren lo mejor posible en nuestra sociedad. El problema está en cómo transmitir esto a una especie que no es la nuestra y que, aunque sea muy buena lectora de emociones primates, no entiende las parrafadas que les soltamos.
Cuando alguno de mis hijos se está portando mal y le reprocho esa actitud e intento confirmar las alternativas correctas, estoy trabajando su gestión emocional, le estoy ayudando a entender el mundo en el que vive, sus normas y las consecuencias de sus acciones. Pero en el mundo del perro esto de reprochar se ha vuelto tabú. Intentando escapar de aquellos adiestradores ahorcaperros, hemos borrado el concepto » reprochar estados de ánimo incorrectos», no sea que nuestros chiquillos perrunos se agobien y, de la misma forma que redirigimos la atención de nuestros chiquillos dejándoles móviles de 600 euros, desviamos la atención de nuestros perretes con salchichas y pelotas.
La mayoría de nuestros perros tiene problemas de emoción, sus cargas instintivas dirigen gran parte de sus conductas problemáticas y nosotros les pedimos cognición, y claro, no pueden. Nos enfadamos sin entender que no nos están desobedeciendo, principalmente porque no entienden qué hay de malo en perseguir gatos, revolcarse en algo podrido o pelearse con otro perro que invade su espacio.
Mi trabajo es simplificar conceptos para que la gente se comunique mejor con su perro, para que dejen de pedirles sentados, tumbados y juntos, cuando lo que realmente tienen que hacer es aprender a reprochar estados de ánimo incorrectos y a confirmar los correctos. Convivir con una especie que no es la nuestra implica ser actor de una obra de teatro, hacer un papel, para que el perro, aunque no entienda bien el mundo de los humanos, sepa qué es lo que se espera de él. Implica ser predecible, fingir emociones al reprochar lo incorrecto para poder parar cuando ellos emiten señales sociales y recuperarnos a tiempo para poder confirmar con emociones reales. Si queremos que sean sensibles a nuestras señales necesitamos depurarlas, trabajarlas para que haya menos ruido en el canal, para no pagar con ellos nuestros agobios personales.
Muchos de nuestros perros viven en un contexto de supervivencia en el que todos los días son atacados por perros desconocidos, son asustados por ruidos ensordecedores y fugaces estímulos en movimiento, y agobiantes olores saturan sus sentidos. Nuestro esfuerzo como anfitriones del mundo de los humanos es explicarnos lo mejor posible, para no ser un agravante más del caos en el que viven y ayudarles a crecer en un merecido contexto de bienestar.
Ante el caos informativo en el que vive inmerso el mundo del perro, nuestro esfuerzo irá siempre hacia ayudar al humano a expresar mejor sus emociones, para que la más perfecta máquina de leernos que jamás haya existido lo tenga un poquito más fácil. Se lo merecen.
Jorge Hernández Segurola