El fin de semana estuve con mi hijo en una granja-escuela que funciona como centro de recuperación de animales exóticos abandonados o decomisados por las autoridades. Uno de sus inquilinos era una cacatúa alba llamada Lolita que, a pesar de llevar suelta más de dos años en un inmenso voladero con más loros, seguía arrancándose las plumas. Su anterior vida, probablemente en un nicho ecológico bastante alejado de sus necesidades instintivas, inició una conducta estereotipada de hiperacicalamiento: el picaje, producto del estrés crónico que padecía.
Cuando visitamos zoológicos donde vemos a los tigres hacer ochos, o a los lobos dando vueltas en círculo frenéticamente, intuimos que probablemente su recinto no reúne los requisitos mínimos para que los animales tengan una calidad de vida digna.
En las hípicas de la vieja guardia, impolutos caballos esperan cerraditos en sus boxes, tragando aire, dando manotazos o haciendo «el baile del oso», a que sus humanos les saquen a la pista a dar vueltitas mientras los crujen a fustazos. Sus necesidades instintivas de compañía, libertad y acceso a pasto serán sustituidas por caras mantas con su nombre bordado, tres comidas al día y una bonita jaula junto a otros desgraciados. Y claro, cuando los problemas de adaptación aparecen, les ponemos collares con puntas para que no traguen aire, colgamos bolas para que no hagan «el baile del oso» o electrificamos la puerta del box para que no le den manotazos de ansiedad en lo que esperan la cena, con sus ulceradas tripas de herbívoro monogástrico vacías.
Por supuesto, tanto los zoológicos como las hípicas están cambiando y términos como «necesidades instintivas» o «enriquecimiento ambiental» empiezan a popularizarse.
Pero… ¿y nuestros perros? Al estar tan cerca de los humanos, al ser la especie que más intuitivamente nos entiende, a veces olvidamos que no son de nuestra especie y que, por lo tanto, tienen sus propias necesidades preprogramadas. Sí, amigos, sí, preprogramadas, que vienen de serie, quieras o no quieras.
Llevamos tanto tiempo sublimando, esto es, transformando nuestros impulsos instintivos en acciones mejor aceptadas socialmente, que hemos interiorizado que nuestros perros deben hacer los mismo. Generación tras generación los niños serán castigados al «rincón de pensar» por mostrar sus cargas agresivas, en vez de introducir el Judo dentro del currículum escolar y aprender a gestionarlas. Esas mismas cargas que hicieron que nuestros antepasados sobreviviesen a épocas realmente peligrosas son ahora demonizadas en una era «buenrollista» en la que el monopolio de la violencia lo tienen la policía y el ejército.
Y, como especialistas en sublimar nuestras pulsiones sexuales o agresivas, pretendemos que nuestros perretes pasen por el mismo aro y anulen toda su carga instintiva. Nuestros border collies serán contracondicionados para no acechar objetos en movimiento y nuestros malinois abroncados por «peleones» cuando al fin, tras 9 horas en la cocina, salgan a pasear con la flexi al parque canino. Toda una vida de encierro ansioso, falta de compañía y de cargas instintivas anuladas, fomentadas por discursos de profesionales diciendo que la raza no importa, que lo que importa es la educación. Pero por desgracia, nuestras clases grupales se están llenando de «Lolas», de ejemplares con conductas estereotipadas, con conductas instintivas no satisfechas en perros gordos con las uñas largas, a las que cada vez podemos ayudar menos. Porque si Lola lleva dos años en un enorme voladero rodeada de congéneres y sigue arrancándose plumas, ¿cuánto tardaremos en «convencer» a los border collies de que acechar está mal? ¿Cómo haremos para que un ocioso y «fofisano» pastor vasco se deje de morder la cola, si solo sale una hora al día a la calle?
Hemos alejado los diagnósticos de términos como «configuración conductual», «hipertrofía visual», o «estímulo elicitante», englobando todo tipo de problemas de conducta en el cajón de sastre de la «reactividad canina», para así obviar que lo que ocurre es un evidente problema de adaptación de ciertos individuos, y por supuesto razas, al agobiante mundo humano y su estresante nicho ecológico.
Pero tranquis, no pasa nada, igual que a los niños, les diremos que vayan al rincón de pensar o que no se toquen el pitilín, que es pecado.
Jorge Hernández Segurola